A veces pasa. Una mirada, un gesto, y sientes que ya lo has
vivido. Y no importa que estés a miles de kilómetros. Y lo imposible, y lo más
difícil, lo enrevesado y lo improbable parece desatarse y ocurrir. Como si todos los astros se juntaran y
formaran uno enorme e infinito, me dirías, me diría.
Quizá fue culpa de ese elefante que un funcionario del ministerio
de relaciones exteriores (amante de la papiroflexia, detalle importante) me
regaló mientras me confesaba que su mujer difamó que la maltrataba y que por
ese motivo, en este país, está más muerto que vivo, y digamos, en la ruina. Que
no podía ver a sus hijos. Y que nunca me tiñera el pelo que tenía un color muy
bonito.
Entonces una cosa me lleva a la otra, aunque sin aparente
conexión racional: pienso en una cosa y la mezclo con la otra, y con lo otro ya
vivido, y se forma una pelota verde y grande que cada vez bota más y más fuerte
y es más y más pesada y corre aire y es todo más confuso.
Justo ahora me siento tentada a contarlo todo de nuevo, pero
formando otras frases, quizá con otros verbos, o con otros tiempos verbales. Y
me acuerdo de Thomas Bernhard y eso me lleva a otro lugar lejano, pero querido,
muy querido.
Una librería frente al cerro. Otro libro, otro autor. Una
edición de 7000 pesos chilenos. Y de camino a la caja, mi querido Neruda: he ahí
otra conexión inaudita. Sí, yo creo que se conocieron. ¡No!, estoy segura. Seguro que
Thomas vino a Chile a conocer a Ricardo, o a Pablo, como se le quiera llamar.
Una feria permanente. Un puesto vendiendo juguetes
artesanales, fabricados con madera, y también con papel (papiroflexia). Un barquito
con un cartel verde en el que podía leerse: puedo
escribir los versos más tristes esta noche… (y así, vuelta a empezar)