Me gusta mi barrio porque las casas están pintadas de
colores, porque hay artesanos y artistas trabajando tras las rejas de sus
ventanas abiertas, porque una señora mayor con el pelo blanco y un delantal de
cuadros desenrolla la manguera que tiene arrollada en el zaguán de su casa -con
las molduras de las ventanas pintadas de verde y rosa- para regar el jardincito
que tiene frente a su puerta al cruzar la acera. Sonrío al salir o llegar a
casa porque paso al lado de un árbol que tiene macetas colgadas en su tronco,
porque siempre está Jacob -un perro callejero al que no le gustan las patatas
fritas- y el bendito cerro -el que custodia Nuestra (su, vuestra) Señora de
todos los Ángeles- para darme la bienvenida. Me siento feliz porque a veces me
tumbo en mi terraza a ver atardecer y puedo escuchar el siseo de las hojas de
los árboles y el canto de los pájaros y los ladridos de los perros y nada más
que eso.
Me parece maravilloso que un vendedor ambulante con un carro
lleno de sandías y melones se dedique a trocear la fruta y meterla en vasitos
de plásticos intentando hacer una figura parecida a una flor en su coronación y
me lo venda a mil pesos con un tenedorcito de plástico y regalándome un “muchas gracias caserita, que le siente bien”,
y que esto haga que la intervención nefasta sobre el edificio patrimonial
frente al que se sitúa el vendedor no me parezca tan terrible.
Estoy empezando a pensar que me siento a gusto en esta
ciudad…
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